Le di el primer sorbo a mi taza.
Estaba repleta de café caliente recién hecho. Y pensé “Que maravilloso es
empezar algo”. Esa alegría que te produce el inicio de algo, de casi cualquier
cosa. Como los primeros minutos tras escuchar la campana del colegio que
anunciaba el inicio del verano. Esa alegría que te recorría todo el cuerpo, ese
cosquilleo en las puntas de los dedos. La cabeza completamente llena de
historias por contar, de sensaciones por descubrir. Todo se intensifica cuando
estás a punto de comenzar algo nuevo, de emprender un viaje, de conocer a una
chica… Parece que todo tiene más color, que percibes más olores. Te fijas más
en las cosas pequeñas.
Tu cabeza también se llena de
preguntas. Te dices ¿estoy soñando? ¿De verdad me está sucediendo esto a mí? No
te lo crees del todo, es una sensación demasiado placentera como para ser real, o legal. Te crees uno de esos personajes de las películas que lo tienen todo,
que cumplen sus sueños, que no fracasan. Y si tienes suerte de darte cuenta,
piensas “¡Qué suerte tengo, soy feliz!”.
De pronto parece que las
canciones que escuchas las han escrito pensando en ti. Ves señales por todas
partes. Quizá hasta te da por escribir algunos versos, o por recitar a Neruda o
cualquier otra frase de algún escritor que acabas de descubrir.
Es como si lo estuvieras viviendo
por primera vez, como si lo estuvieras descubriendo tú. Te sientes como un
aventurero que por fin ha encontrado el camino que estaba buscando. Crees que
estás reinventando el mundo, que eres el primero en sentirte así.
Te sientes como en la mañana de
Navidad. Todos los años te levantas con la misma ilusión, el cosquilleo en el
estómago es inevitable a pesar de la edad. Aunque los regalos cada vez importen
menos, esa sensación de que algo tan maravilloso nunca cambia te completa.
Lo único que cuando empezamos
algo nuevo, cuando nos embarcamos, no pensamos en que lo que empieza, acaba.
Sí, y es que de eso se trata, de pensar durante un tiempo en que eso nunca se
va a acabar. Jamás. Y ese tiempo que dure eso, va a ser infinito. Realmente
infinito. Para siempre, de hecho.
Sí, cuando alguien dice “para
siempre” y de verdad lo siente así, ese lapso de tiempo se cristaliza, se
vuelve eterno. Y puede tratarse de un simple mes, una semana, dos años. Eso es
lo de menos, las cosas eternas no se pueden medir.
Sé que en algún lugar residen
esos momentos de eternidad que juramos, que sentimos. En algún lugar de
nuestras memorias, residen pequeños trazos de infinito. O grandes trazos de
infinito. Ya he dicho que las cosas eternas son incuantificables.
En algún sitio está aquel amor
eterno, que como dijo Sabina, puede durar lo que dura un invierno. También sé
que en algún lugar residen todos los minutos de felicidad en los que nos
sentimos libres, en los que nos sentimos infinitos, eternos.
Puede que el sentido de la vida
sea hacer que esos momentos de felicidad tengan su eco en la eternidad. Que al
final, cuando todo se deshaga, cuando los minutos vacíos se desintegren. Cuando
el tiempo perdido se pierda. Tan solo quedarán esos momentos eternos, como si
de estrellas se tratase. Y todo será cielo, horizonte, cosmos. Pero esos
momentos eternos serán los únicos que permanezcan. Y brillaran para siempre.
Incluso cuando no brillen, seguirán siendo eternos. Porque las palabras quizá
sí que se deshagan, incluso las acciones, los besos, las caricias, la música.
Pero siempre nos quedarán esos momentos en los que dijimos “para siempre”.